miércoles, 1 de junio de 2016
El hombre que cerraba (truncaba)
Marcos forma un cuenco con las manos, lo hunde en el cajón de plástico y levanta los mariscos hasta que tocan su cara. Se lava la cara con los mariscos frescos. Se frota el rostro con trozos de pulpo, calamar, pequeños camarones, mejillones, berberechos y quién sabe qué más. Respira hondo mientras lo hace, como si quisiera ahogarse en el perfume de su propio Mar Mediterráneo. Los alimentos, los seres muertos, la carne fresca, la sensación humana de poseer lo que hubo de estar viviente. Y cuando aleja los mariscos de su cara y la siente impregnada de las babas del mar, Marcos entiende que el placer infinito viene del poder de truncar. Detener. Interrumpir. Terminar de golpe y sin terminar, aquellos procesos de vida, de amor, de furia, de instinto, de naturaleza, de lo que sea que fuese. Truncó. Trunca. Y Marcos truncará. Marcos lo disfruta, lo vive como alimento y goza. Goza los restos, goza lo que quedó. Y solamente entonces pone media taza de aceite de oliva a calentar en la olla de barro.
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