Y huí.
Huí para siempre. Huí con un terror desesperado. Huí con la boca abierta. Huí con las venas de todo el cuerpo golpeándome en el centro del pecho hasta morir. Huí a una velocidad que solamente recuerdo en mis ratos de niño animal. Huí abrazado por el horror de haberla visto y de que me viese. Huí por la posibilidad de que me hubiese querido decir algo bueno, malo, nostálgico, sucio, culposo, estrafalario, falso, cariñoso, indiferente. Huí sin mirar atrás por si ella había decidido darse la vuelta y buscarme. Huí porque le temo más que a nada en el mundo. Huí porque me cagué. Huí porque no tengo herramientas afectivas o racionales o mágicas para hacer frente a absolutamente nada que tenga que ver con ella. Huí porque necesitaba huir. Huí porque no hubiera podido hablar con ella y decirle todo esto. Huí porque no vale ninguna pena decirle absolutamente nada de esto. Huí porque no necesito que ella sepa nada de esto. Huí porque pude.
Y huí
porque es mi derecho.